Ni a quién echarle la culpa
Alejandra María Sosa Elízaga*
Qué desagradable es sentirse culpable. Saber que algo que uno dijo, hizo o dejó de hacer afectó a alguien, peor aún si lo afectó gravemente. Es una carga en la conciencia, un peso del que urge desembarazarse.
Ante la culpa la gente reacciona de las maneras más diversas.
Algunas personas, entre las que se cuentan los cínicos y los psicópatas, la suprimen por completo; ello les permite realizar las acciones más atroces (como quitarle el dinero a sus papás viejitos o partir a alguien en cachitos) sin el menor remordimiento.
Otras racionalizan lo que les ha provocado culpa, buscando el modo de justificarlo para dejar de sentirla. Por ejemplo, hay quienes se refieren al aborto como ‘interrupción de un embarazo’ en lugar de llamarlo, como es, interrupción de una vida humana.
Otras personas buscan zafarse de su culpa culpando a otros. Es el caso que leemos en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Gen 3, 9-15).
Cuando Dios le preguntó a Adán: “¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer?” Respondió Adán: ‘La mujer que me diste por compañera me ofreció del fruto del árbol y comí’. El Señor Dios dijo a la mujer: ‘¿Por qué has hecho esto?’ Repuso la mujer: ‘La serpiente me engañó y comí’...” (Gen 3, 11-12). Si el Señor hubiera interrogado a la serpiente, de seguro ésta le hubiera echado la culpa a algún animalito del Edén.
¿Por qué reaccionamos así? ¿Por qué nos cuesta tanto trabajo asumir que algo que dijimos, hicimos o dejamos de hacer estuvo simple y llanamente mal o incluso pésimo?
Existen, entre otras, tres razones básicas.
La primera se da cuando no queremos corregir aquello que nos provoca culpa, queremos seguirlo haciendo; entonces entre suprimir la acción o ignorar la culpa que dicha acción nos provoca, preferimos ignorar la culpa.
La segunda se da cuando aceptar nuestra culpa nos haría sentir tan mal (porque nos forzaría a aceptar que hicimos o dijimos lo que no debíamos, con todo lo que ello implique), que optamos por buscar otras explicaciones u otros culpables, lo que hallemos primero.
La tercera es que nos da miedo que aceptar nuestra culpa nos acarree un castigo o alguna otra consecuencia que consideramos desagradable y negativa.
Hay quienes pretenden tapar, enterrar o arrojar su culpa lo más lejos que pueden, pero tarde o temprano ésta queda a descubierto, sube a la superficie, regresa como un boomerang a atormentarlos cuando menos lo esperan.
¿Qué remedio hay entonces?, ¿o qué estamos condenados a ser y sentirnos siempre culpables? ¡Claro que no!
Sí existe un remedio, pero no consiste en tratar de evadir la culpa ni en echarla sobre otros hombros, todo lo contrario. Se trata de asumirla, del tamaño que sea, pero ¡ojo!, no solos, pues probablemente su peso sea demasiado grande para nuestras míseras fuerzas; hay que asumirla ante Dios, y con ayuda de Su gracia reconocer ante Él lo malo que hicimos y entregarle esa carga que hemos venido arrastrando y que por más esfuerzos que hemos hecho, no hemos podido ignorar. Sólo Dios, al que no podemos engañar porque nos conoce y sabe lo que hicimos (así que ya ni a quién echarle la culpa), puede liberarnos, otorgándonos Su perdón y Su misericordia.
Y Él está siempre esperándonos, especialmente en el Sacramento de la Reconciliación, así que dejémonos de fingir demencia y acudamos a Él.
Y ni se nos ocurra hacer en la Confesión un último y desesperado intento de salirnos por la tangente culpando a alguien más (hay quien da la impresión de que acude a confesar ¡los pecados de otros! porque sólo se la pasa contando lo que los demás hacen mal).
No hay que temer reconocer la propia culpa ante Dios. Aquél que dijo que no vino por los justos sino por los pecadores (ver Lc 5, 32), Aquel que contó la parábola del hijo pródigo en la que el padre salió al encuentro del hijo descarriado para abrazarlo y besarlo (ver Lc 15, 20), Aquel que dijo que hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión (ver Lc 15,7), Aquel que criticó al fariseo que se sentía satisfecho de sí mismo y elogió al publicano que se reconocía pecador (ver Lc 18, 10-14), jamás de los jamases te rechazará ni te condenará si acudes a Él a pedirle perdón.
No importa cuánto tiempo te hayas desentendido de tu culpa, a quién se la hayas echado encima, qué trucos hayas empleado para intentar deshacerte de ella, si llegas con el Señor y la pones en Sus manos, sin pretextos, sin justificaciones, sin otra cosa más que tu confesión, tu arrepentimiento, tu propósito de enmienda y tu anhelo de que te perdone, lo hará. Derramará en ti todo Su amor y Su ternura. Sentirás Su abrazo.
Y como Dios perdonará las culpas que pongas en Sus manos, pónselas ¡todas!, no salgas de allí llevándote todavía tu ‘guardadito’, (pues entonces tu Confesión sería ¡inválida!), confíale todo lo que te haya venido agobiando, no dejes nada fuera. Verás ¡qué descanso hallará tu alma!, ¡saldrás flotando! Permite que hagan eco en tu corazón las palabras del Salmo dominical:
“Desde el abismo de mis pecados
clamo a Ti, Señor,
escucha mi clamor...
Si conservaras el recuerdo de las culpas,
¿quién habría, Señor, Que se salvara?
Pero de Ti procede el perdón,
por eso con amor te veneramos.
Confío en el Señor...
mi alma aguarda al Señor...
porque del Señor viene la misericordia
y la abundancia de la redención,
y Él redimirá a Su pueblo
de todas sus iniquidades”
(Sal 130, 1-3.7b-8)
(Del libro de Alejandra Ma Sosa E “En casa con Dios”, Colección ‘Lámpara para tus pasos’, ciclo B, Ediciones 72, México, p. 95, disponible en Amazon).