y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Hablar de Dios y a Dios

Alejandra María Sosa Elízaga*

Hablar de Dios y a Dios

Pruébalo, está riquísimo; póntelo, te lo presto; escúchalo, qué buen ritmo tiene.

Éstas y otras frases parecidas suelen expresar nuestro deseo de que otros experimenten algo que consideramos que vale la pena.

Es 'socialmente aceptable' querer compartir con otra persona la comida que te gusta, la ropa que usas, la música que te encanta, ¡ah!, pero cuando se trata de la fe, suele 'tomarse a mal' que quieras compartirla con otros, se considera una 'imposición', se te pide que dejes 'que cada quien crea lo que quiera'.

Se ve normal que alguien que ha conocido a una persona que admira y respeta mencione a cada rato en sus conversaciones lo que ésta dice o hace, ¡ah!, pero si en tus conversaciones mencionas a Dios o citas la Biblia, probablemente se te tache de 'mocho', se te diga que exageras, que estás fuera de lugar; se te acuse de 'querer catequizar' al que se te pone enfrente.

El mundo quiere callar a los creyentes, pero ¿cómo podemos callar? Si todos encontramos gusto en compartir con otros las pequeñas cosas de todos los días, ¿cómo no compartir lo verdaderamente grande?; si buscamos presentarles a los demás a quien consideramos valioso y especial, porque creemos que les hará bien su amistad, o recibirán un favor, un servicio, un gran aprendizaje, etc. ¿cómo no buscar el modo de presentarles a Dios, del que recibirán el mayor bien de todos?

Qué difícil tener que callar cuando te topas con alguien que está sufriendo y siente que su vida es como una noche oscura y tú sabes que Dios puede iluminarla porque Él es Luz que vence las tinieblas, pero sabes también que esa persona no deja que se lo menciones.

Cómo cuesta constatar la angustiosa desesperanza de quien ha perdido un ser querido y no halla consuelo porque no tiene fe, y no te cree que la muerte no es ausencia sino diferencia de presencia, que no es el final sino el inicio de una vida eterna, que quien murió no se perdió en la nada.

Qué triste ver a una pareja cuyo matrimonio se desmorona porque nunca dejaron que Dios los ayudara a amarse mutuamente como Él los amaba, y ver que buscan en vano soluciones y rechazan tu sugerencia de volver los ojos a Aquel cuya gracia es la única que puede rescatarlos.

Qué impotencia se siente al comprobar que hay tantos que viven tristes y abrumados por sus temores y problemas y se adentran en sendas que los hacen perderse, buscan respuestas que resultan falsas, quedan insatisfechos y se sienten vacíos, pero aún así no aceptan que los invites a encontrarse con Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida.

Qué deprimente ver que tantos tengan una idea distorsionada de Dios: lo crean lejano, indiferente o peor aún: injusto y cruel, pero no quieran salir de su error ni que les hables de que Él los ama tanto que se hizo cercano, que comparte sus penas, que los comprende, que vino a darlo todo para liberarlos, que venció el mal y la muerte, que si se toman de Su mano no habrá nada que pueda derrotarlos.

Qué pena que no permitan que les anuncies que la misericordia de Dios es infinita, que Sus designios son siempre para bien.

Qué desolador no poder animar a todos a atreverse a hacer la prueba y comprobar, como dice el salmista, "qué bueno es el Señor" (Sal 34,9).

Y qué desesperante encontrar también a tantos soberbios y autosuficientes, que comprueban una y otra vez que no pueden salir adelante solos pero se empeñan en seguir golpeándose contra un muro porque no quieren que ni tú ni nadie les recuerde que Jesús es la Vid y nosotros los sarmientos, que sin Él nadie puede hacer nada...

Si estamos enamorados del Señor nos resulta doloroso no poder compartir con todos el gozo y la paz que inunda el corazón cuando se vive con Él y para Él. ¿Qué podemos hacer? San Pablo nos lo enseña en la Segunda Lectura que se proclama hoy en Misa (ver Ef 1,17-19): Hacer oración pidiendo que todos puedan conocer a Dios.

Resulta significativo que este apóstol que una vez que se encontró con Cristo dedicó su vida entera a darlo a conocer a todos los que pudo, viajó incansablemente, predicó sin cesar, y enfrentó tremendas persecuciones sin amilanarse, reconozca que no bastan los propios esfuerzos para convertir a otros, y que lo mejor es orar por ellos para pedir al propio Dios que les conceda conocerlo y les ilumine la mente para que puedan comprender que sólo Él puede darle sentido a su vida. Este 'superapóstol' no confía en sus propias fuerzas: encomienda a todos al Señor, sin desanimarse.

Como creyente encontrarás una y otra vez a personas muy necesitadas de Dios que lamentablemente no querrán ni oír hablar de Él. ¿Cómo reaccionar en estos casos? Desde luego no 'tires la toalla' sino espera a ver si surge una ocasión propicia en la que sientas que están receptivas para recibir la Buena Nueva y ¡aprovéchala!, pero, sin importar si ese momento tarda o parece no llegar, no dejes nunca de orar por ellas.

Recuerda esto: Quizá no puedas hablarle a una persona de Dios, pero siempre podrás hablarle a Dios de esa persona...

 

(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “El regalo de la Palabra”, Colección “Fe y Vida”, vol.3, Ediciones 72, México, p.80, disponible en Amazon).

Publicado el domingo 16 de mayo de 2021 en la pag web y de facebook de Ediciones 72