Sarmientos
Alejandra María Sosa Elízaga*
Hay personas en tu vida a las que sólo encuentras en ciertos lugares a donde asistes, por ejemplo cuando vas a trabajar o a estudiar o a un comercio o a pagar un servicio, etc. pero fuera de allí no las ves nunca porque no hay interés ni tuyo ni suyo en entablar una amistad, y si por alguna causa ya no regresas a ese sitio donde las encontrabas y no las vuelves a ver nunca no te importa y probablemente a ellas tampoco.
Sucede algo muy distinto si estableces una relación personal de amistad con alguna de ellas. Entonces ya no te conformas con ver a esa persona por casualidad o coincidencia sólo en determinado lugar, sino que buscas propiciar encuentros fuera de allí para charlar y disfrutar de su compañía.
Esto se nota mucho entre jóvenes que asisten a clases. Durante las vacaciones se olvidan de sus compañeros pero no de sus 'cuates'. Con ellos se mantienen en contacto, se envían mensajitos en el celular, se mandan correos electrónicos y, desde luego, se ven. Hay amistad mutua y voluntad de conservarla.
Cuando se cerraron las iglesias por la epidemia se puso de manifiesto qué clase de relación tenía cada uno con Dios, si la de un conocido olvidable o la de un amigo indispensable.
Para quienes Dios era Alguien al que sólo se encuentra cuando se va a un sitio específico (en este caso cada ocho días en Misa) pero con quien fuera de allí no hay relación y al que cuando no se le ve se le olvida, el no poder ir a Misa les dejó un vacío que no supieron llenar, una ausencia que propició el olvido, la distracción, el dedicar el domingo a otras cosas.
En cambio, para quienes Dios es ese Amigo amado, en el que se piensa mucho y con quien se mantiene continua comunicación, el no poder ir a encontrarse directamente con Él en Misa se tomó como un desafío, una invitación para ingeniárselas y mantener la cercanía a pesar de todo, buscar tender puentes que mitigaran la ausencia, por ejemplo siguiendo la Misa a través de internet o televisión, abriendo un espacio a la oración, a la reflexión, a leer, escuchar, a saborear y meditar Su Palabra, a mantenerse en comunión espiritual con Él.
En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 15, 1-8) Jesús dice que Él es la Vid (esa bella planta de enredadera que da racimos de uvas) y nosotros somos los sarmientos (esas ramitas delgadísimas y rizadas de la vid), y algo muy significativo: en apenas ocho versículos que conforman este texto, enfatiza siete veces la importancia de permanecer en Él y seis veces la de dar frutos.
Eso quiere decir que hay que ponerle atención a esos dos conceptos: permanecer en Él y dar fruto. Empecemos por el primero.
¿Qué significa permanecer en Él? Mantenernos unidos a Él, no sentirnos autosuficientes, no creer que podemos olvidarnos o apartarnos de Él y seguir como si nada, porque sólo Él es la fuente de nuestra vida, sólo Él nos sustenta y nos sostiene. Dice Jesús que el sarmiento que se separa de la vid se seca y es recogido y arrojado al fuego (ver Jn 15,6), pero el que permanece en la vid da fruto abundante. Y afirma que la gloria de Su Padre consiste en que demos mucho fruto (ver Jn 15,8).
Pasamos así a considerar el segundo concepto. De entrada lo de tener que dar frutos puede resultar inquietante para aquellos que acuden a la religión buscando únicamente qué pueden sacar, no qué pueden dar, y le piden y le piden a Dios sin darle nunca nada (a veces ni las gracias), pues creen que sólo les toca recibir y al Todopoderoso dar.
¿Por qué nos pide Dios que demos frutos? Porque, como todo lo que nos pide, es lo que más nos beneficia. Dar frutos nos hace plenos y felices, y no sólo a nosotros, sino a quienes nos rodean.
Para entender esto hay que considerar en qué consiste dar frutos, cuáles son los que debemos dar. San Pablo menciona, entre otros, el amor, la alegría, la paz, la paciencia, la bondad, la afabilidad, la fidelidad, la mansedumbre, el dominio propio (ver Gal 5,22).
Como se ve, se trata de acciones o actitudes que benefician a quienes las practican inundándoles el alma de serenidad y gozo, y favorecen también a quienes las reciben, porque propician un ambiente de armoniosa convivencia. Pero no se dan fácil y naturalmente. Son frutos que sólo consiguen plenamente quienes permanecen unidos a Aquel cuya savia los nutre y fortalece.
Como siempre, la Palabra de Dios viene oportuna a iluminar lo que vivimos.
Comprobamos lo que nos dice aplicándolo al forzado encierro que vivimos. Quien se separó del Señor, quien se olvidó de Él se sintió desanimado, temeroso, irritable, triste, como un sarmiento seco...En cambio quien permaneció en Él y ahora que han reabierto las iglesias ha regresado, ha podido, en medio de la adversidad, conservar lozana la fe, la esperanza y la caridad, dando así abundantes buenos frutos para gloria de Dios y bien de los demás.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga ‘Como Él nos ama’, Colección ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo B, Ediciones 72, México, p. 77, disponible en Amazon).