En deuda
Alejandra María Sosa Elízaga*
¿Te gusta estar en deuda con alguien?
Se hizo esta pregunta a un grupo grande de personas y nadie respondió que sí, más bien todo lo contrario: meneaban la cabeza, decían que no, que no sólo no les gustaba sino que se sentían muy incómodos cuando debían algo.
Se nos ha enseñado a procurar vivir sin deber nada, no sólo en términos monetarios, sino también en lo que respecta, por ejemplo, a los favores, a las amabilidades que recibimos.
Por citar un ejemplo: si una amiga te hace un pastel y te lo da en un plato suyo, las 'buenas costumbres' mandan que le devuelvas el plato con algún antojito: que jamás regreses un plato vacío. Si un cuate tuyo que labora en x área, realiza un trabajo para ti y no te cobra sus honorarios, buscas el modo de 'pagarle' con un regalito o con otro favor.
No sabemos aceptar lo gratuito, lo regalado; nos da pena, queremos corresponder de alguna manera, quedar 'a mano' y, si se puede, más que 'a mano', hacer algo para que sean los demás quienes estén en deuda con nosotros (eso nos da un cierto aire de superioridad, un cierto poder sobre los deudores...).
Y esto sucede también en relación con Dios. Muchos creyentes se figuran que lo bueno que reciben de Él es una especie de pago o premio por alguna buena conducta que han tenido. Decía una persona que sentía que había recibido un favor muy especial de Dios: 'algo muy bueno debo haber hecho para que Dios me haya concedido esto'. Cabe responderle: no te engañes, nada, pero absolutamente nada que hubieras podido hacer, por bueno que fuera, te hubiera dado 'derecho' a obtener el amor con que Dios te ama, los favores que te concede.
Dios no nos ama para corresponder a nuestro amor: “Él nos amó primero” (1Jn 4, 19).
Te ama y te favorece por pura gracia, sin que lo hayas merecido o ganado. Dice Jesús que Dios es Bondadoso con los buenos y con los perversos, y hace salir el sol sobre justos e injustos por igual (ver Mt 5,45).
Si Dios sólo hiciera cosas buenas por los 'buenos', todos querríamos ser buenos, no por convicción, no para corresponder al amor de Dios, sino por pura conveniencia o peor: por miedo, para evitar que nos fuera mal. Pero no es así. Dios hace cosas buenas por ti todo el tiempo, cuando has sabido mantenerte en amistad con Él y también cuando lo has traicionado; cuando has cumplido lo que le has prometido y también cuando más le has fallado; cuando has caminado hacia Él y cuando te has ido en sentido contrario.
Su amor por nosotros no depende de nuestro méritos, y ¡qué bueno!, porque si no fuera así hace mucho que habríamos provocado que dejara de amarnos.
Afirma San Pablo en la Segunda Lectura que se proclama hoy en Misa: “ustedes han sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no se debe a ustedes mismos, sino que es un don de Dios. Tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir.” (Ef 2, 8-9).
Esto significa que Dios nos regaló la salvación por pura generosidad, gratuitamente, no como pago. ¿Te das cuenta de lo que eso significa? Significa que estamos tremendamente endeudados con Él, porque además lo que nos ha regalado es algo que ¡ni en sueños hubiéramos podido obtener por nosotros mismos!, nosotros, que nos conformamos con pequeñeces, que ponemos el corazón en naderías; nos bastaba con que nos hubiera dado pan y ¡se entregó Él como nuestro alimento!; nos hubiéramos conformado con vivir en este mundo y “nos ha reservado un sitio en el Cielo” (Ef 2, 6).
Su generosidad ¡no tiene límites! Nos abruma, nos avasalla, nos hace imposible pensar que nos está pagando lo 'buenos' que hemos sido, y nos hace igualmente imposible pensar que algo que pudiéramos hacer nos podría poner 'a mano' con Él y ¡mucho menos! a Él en deuda con nosotros.
No nos queda otra salida que reconocernos en perpetua deuda, en bancarrota: sin nada en nuestro haber que pueda siquiera compensar, ya no digamos disminuir, todo lo que le debemos, pero ¡ojo!, no para que ello nos avergüence, agobie o paralice, sino para que nos mueva a vivir reconociendo continuamente Su generosidad inagotable y tratando de corresponderle, también constantemente, con lo único que está a nuestro alcance: una profunda gratitud expresada en una vida dedicada a descubrirlo en los demás y a amarlo en ellos como Él nos ama: con un amor paciente, gratuito, misericordioso, que lo da todo.
Dice San Pablo al final del texto antes citado, que fuimos creados para “hacer el bien que Dios ha dispuesto que hagamos” (Ef 2, 10). ¿Qué quiere decir esto? Que las obras sí cuentan, pero no como pensábamos: no las hacemos 'para' que Dios nos ame, sino 'porque' Dios ya nos ama y queremos expresarle nuestro reconocimiento y gratitud haciendo lo que nos pide. Como quien dice, nuestras obras no son 'causa' sino 'consecuencia'; no generan el amor de Dios, buscan corresponderlo.
(del libro de Alejandra Ma. Sosa E. ‘El regalo de la Palabra’, colección ‘Fe y vida’, ciclo B, Ediciones 72, México, p. 62, disponible en Amazon).