y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Tarde te amé

Alejandra María Sosa Elízaga*

Tarde te amé

“¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!
Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste.
Tú estabas conmigo, mas yo no estaba Contigo. Reteníanme lejos de Ti aquellas cosas que, si no estuviesen en Ti, no existirían.
Me llamaste y clamaste y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera. Exhalaste Tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo. Gusté de Ti, y ahora siento hambre y sed de Ti. Me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de Ti”
(de las ‘Confesiones’ , de san Agustín)

¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva!’ Así comienza este bellísimo texto de san Agustín (a quien, por cierto, la Iglesia celebra este próximo domingo 28 de agosto), y esta frase sin duda hace eco en muchos corazones, porque quien ha vivido sin conocer a Dios, o le conoció y luego se apartó de Él, no puede menos que lamentar, el tiempo que perdió alejado.

San Agustín llama a Dios ‘Hermosura’, lo sabe fuente de todo lo hermoso, lo bello y bueno; sabe que sin Él, la vida se opaca, pierde brillo; las alegrías son más pasajeras y menos hondas, las penas más hondas y menos pasajeras.

En cambio, quien se acerca al Señor comienza a verlo todo con otros ojos, se vuelve como quien por primera vez conoce el amor: vive como flotando, está feliz, siempre de buenas. 

Hay una canto que dice: ‘Desde que voy junto a Ti, el suelo que yo piso es como espuma, desde que voy junto a Ti, la noche más oscura tiene luz. Ya nada en este mundo me da miedo, pues sé que junto a mí siempre vas Tú. Andando de Tu mano, qué fácil es la vida, andando de Tu mano, el mundo es ideal...Señor’.

No significa que a quien se acerca a Dios no le pase nada malo, que todo se le solucione o nunca sufra, pues en esta vida enfrentaremos siempre dificultades y sufrimientos.

Significa que quien vive de la mano de Dios, encuentra sentido a todo, disfruta más las alegrías, y tiene la fuerza para no quebrantarse ante el dolor, pues tiene el corazón apuntalado por Su gracia y por Su amor.

Lamentablemente, mucha gente podría decirle a Dios, como le decía san Agustín: ‘Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo’. 

Quizá es católica de toda la vida, pero ha vivido su fe como por inercia, ha ido a Misa de ‘cuerpo presente’ pero con la mente en otro lado. Dios ha estado con ella, pero ella no ha estado con Dios.

Lo bueno es que Él no se resigna. 

Se hace el encontradizo, llama, clama, brilla, resplandece, como relámpago que penetra de pronto el alma, la hace consciente de que está en la oscuridad, y le permite comprender la abismal diferencia entre vivir en el sin sentido de no saber por qué o para qué, o descubrir en Dios la razón de todo, la luz que todo lo ilumina, el manantial que abreva toda sed, la fuente de la que brota la verdadera paz.

Quien por fin se abre a la gracia de Dios y gusta de Su misericordiosa presencia, no puede menos que lamentar, como san Agustín, haberlo amado tarde, haberse ‘ido con la ‘finta’, haber puesto la atención y el corazón en los dones del Dador, y no en el Dador de los dones.

Quien por fin deja de estar distraído y se hace sensible a las señales que Dios ha ido poniendo en su camino, se vuelve capaz de mirarlo, escucharlo, aspirarlo, tocarlo, enamorarse de Él. Puede decirle, como san Agustín: ‘ahora te anhelo’; y no querer nunca más apartarse de Su lado. 

Parafraseando lo que decía un enamorado en un conocido filme: ‘cuando descubres con Quien quieres pasar el resto de tu vida, quieres que el resto de tu vida comience lo más pronto posible.’

Publicado en 'Desde la Fe', Semanario de la Arquidiócesis de México, domingo 21 de agosto, 2015, p. 2