y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

¿Por qué lo permite Dios?

Alejandra María Sosa Elízaga*

¿Por qué lo permite Dios?

¿Por qué Dios permite que pasen cosas malas?

Esta pregunta surge cada vez que nos enteramos de una noticia que nos estremece, como la de las dieciséis personas salvajemente asesinadas en Yemen, entre quienes se contaban cuatro religiosas de la madre Teresa de Calcuta, sus colaboradores y los ancianitos y personas con discapacidad que atendían, o como el derrumbe del entramado del techo de la catedral en construcción en Tuxtepec, Oaxaca, en el cual murieron cuatro albañiles y hubo veinte heridos.

Lo primero para responder a esta interrogante es admitir que no lo sabemos. Si entendiéramos los designios de Dios, seríamos iguales a Él, pero no los entendemos porque somos simplemente criaturas y Él no nos ha revelado por qué permite que en cierto momento, en cierto lugar, a ciertas personas y no a otras, les suceda algo así.

No saber eso no significa que no sepamos nada de nada. 

Sabemos algo muy importante que Dios nos ha revelado en su Palabra: que Él es “Todopoderoso” (ver Ap 1,8), que es “Compasivo y Clemente, Paciente, Misericordioso y Fiel” (Ex 34,6); que es Bueno (ver Sal 136, 1); que nos ama con amor eterno (ver Jer 31, 3), aunque no lo merezcamos (ver Os 14,5), y que tiene para nosotros “designios de paz y no de aflicción”. (Jer 29, 11).

Es importante tenerlo en cuenta, porque cuando ocurre una tragedia, mucha gente suele sacar sólo una de tres conclusiones: que Dios es Todopoderoso, pero no es Bueno, porque permitió que sucediera ese mal; que Dios es Bueno, pero no es Todopoderoso, y por eso no pudo evitar el mal, o que Dios no es Todopoderoso ni Bueno, sino simplemente no existe, pues si existiera no hubiera permitido que aquella desgracia ocurriera.

¡Les falta llegar a una cuarta conclusión!: que Dios existe y es Todopoderoso y es Bueno, pero está muuuuuy por encima de nosotros, así que Sus pensamientos no son nuestros pensamientos, ni Sus caminos, nuestros caminos (ver Is 55, 8-9).

Eso significa que, por lo general, Dios y nosotros no vemos las cosas desde la misma perspectiva.

Y así, por ejemplo, no quisiéramos que hubiera permitido aquel crimen atroz, y ya que lo permitió, que se hubiera encargado de que los culpables pagaran inmediatamente, pero no fue así. Lo permitió y los culpables escaparon aparentemente impunes. 

Y lo que nos toca no es cuestionar a Dios, pretender entender con nuestra limitada mente Sus razones, ni impacientarnos porque da tiempo y oportunidad a los culpables para que se arrepientan. 

Nos toca confiar que en que aunque nos parezca que tarda, Su justicia siempre llega.

Y con relación a las personas que murieron, también hemos de confiar en que su muerte no fue en vano, tocó y movió quién sabe cuántos corazones, y además desde el punto de vista de la fe, la muerte no es un final, es un umbral.

Cuando sucede un crimen o una tragedia en la que muere mucha gente, a creyentes y a no creyentes nos horroriza por igual lo sucedido, pero hay una diferencia: los creyentes tenemos la esperanza que nos da saber que estamos de paso, que nuestro destino es la vida eterna. 

Pensemos en quienes viajan en tren. Cuando alguien se baja en una estación, los demás pasajeros no dicen: ‘pobre, ya no va a seguir viajando, ya va a llegar a su casa’, sino lo consideran ‘suertudo’ porque ha descansado del fatigoso viaje y pronto va a abrazar a los seres queridos que lo aguardan en su hogar.

Claro, si era amigo, seguramente lamentan su ausencia porque venían platicando muy a gusto, pero no la consideran una desgracia, pues saben que se volverán a encontrar.

Del mismo modo, cuando perdemos seres queridos, nos duele su ausencia y tal vez también nos desgarra la forma repentina o violenta en que fueron arrebatados de nuestro lado, pero hemos de tener la certeza de que no los perdemos para siempre, que simplemente se nos adelantaron.

El crimen que se cometió en Yemen, y en tantos otros lugares donde desgraciadamente impera la violencia, fue algo atroz que nunca debió suceder y que a todos nos dejó impactados, pero como creyentes tenemos la certeza de que aún en medio de la más densa oscuridad, brilla una luz, la luz de la esperanza, la luz de Cristo.

Comentó el Papa Francisco que las religiosas murieron con los delantales puestos, mientras servían a los más necesitados. Y podemos estar seguros de que fueron recibidas por Jesús que les dijo: ‘Vengan, benditas de Mi Padre, a gozar del Reino preparado para ustedes...porque lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis’ (ver Mt 25, 31-40). 

Igualmente confiamos en que los trabajadores que fallecieron mientras edificaban la casa del Señor acá abajo, se encontraron de pronto en la casa del Señor allá arriba. 

Unos y otros llegaron a donde todos esperamos llegar.

Así que aunque como seres humanos lloremos la muerte de nuestros semejantes, deploremos la manera terrible como fallecieron, y nos duela en el alma el dolor de sus deudos, podemos estar ciertos de que en lo sucedido no faltó, no falta y no faltará la misericordia del Señor, que siempre saca bienes de los males y todo lo permite por amor.

Publicado en 'Desde la Fe', Semanario de la Arquidiócesis de México, el domingo 13 de marzo de 2016, p.2