y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Mirada, compasión, respuesta

Alejandra María Sosa Elízaga*

Mirada, compasión, respuesta

Si tuviera que resumir en tres palabras el texto del Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mt  9, 36-10,8), eligiría: ver, compadecer y responder.

VER

De entrada dice: "al ver Jesús a las multitudes" (Mt 9, 36), y vale la pena reflexionar sobre esto. Ese ver de Jesús no es un pasar la mirada sobre una masa informe, sin facciones, no es tampoco un mirar de reojo como hace mucha gente por ejemplo ante quienes les piden una ayuda o una limosna, pues no quiere enfrentar su mirada cuando se las niegan, no. Es un 'ver' con atención, es posar la vista en cada rostro y captar su expresión y lo que hay detrás de ésta: quizá tristeza, desánimo, dolor, desesperación. Es atreverse a detenerse en esas arrugas, en ese rictus de amargura, en esos ojos que interrogan, que quizá todavía se atreven a esperar y miran fijamente aguardando una respuesta...

COMPADECER

Se nos dice que al ver Jesús a las multitudes "se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y desamparadas, como ovejas sin pastor".

Lo que Jesús ve lo mueve a compasión. ¿Qué es la compasión? No es sentir lástima, como algunos equivocadamente creen. No es una especie de sentimiento de superioridad que te hace ver al que sufre hacia abajo y limitarte a 'pobretearlo'. No. Compadecer significa 'padecer con', es decir, hacer tuyo el sufrimiento del otro, atreverte a sentir como él, ponerte en su lugar y experimentar como propio lo que le sucede.

No es fácil compadecerse, no es algo que se pueda hacer sin consecuencias. Deja una llaga en el alma, una herida que duele; deja un dolor que obliga a buscar alivio, pero ese alivio no llega en tanto no se sane lo que lo provocó. Es imposible compadecerse y desentenderse. Por eso tanta gente le huye a la compasión. Prefiere la lástima por cómoda y efímera.

Lo malo es que un corazón que no se compadece es un corazón que no ama, y un corazón que no ama termina por endurecerse y echarse a perder.

Jesús es todo amor y todo corazón, así que no puede evitar compadecerse. Y lo hace más intensamente que nosotros porque en nuestra compasión interfiere nuestro pecado, nuestro propio egoísmo, prejuicios, miedos, nuestra resistencia a dejarnos llevar por temor a no saber a dónde iremos a parar, en cambio como el de Él es un corazón puro, perfecto, sin pecado, todo lo siente a profundidad, sin barreras ni pretextos, por lo que Su compasión es una verdadera sacudida que lo estremece de pies a cabeza y lo mueve a hacer de inmediato algo al respecto.

RESPONDER

Y he aquí algo muy sorprendente. La manera que tiene Jesús de responder ante esta multitud por la que se compadece no es hacer un milagro espectacular que resuelva los problemas de todos en un segundo, sino dar a Sus discípulos el "poder para expulsar a los espíritus impuros y curar toda clase de enfermedades y dolencias" (Mt 10,1) y lanzarlos a anunciar el Reino de Dios ejerciendo gratuitamente el poder que gratuitamente recibieron.

Es extraordinario que pudiendo hacerlo todo Él solo, Jesús opte por solicitar la colaboración de doce hombres que, por la lista que nos presenta San Mateo, sabemos que estaban bien lejos de ser los más preparados, los más inteligentes o los mejores.

Había unos que no sabían leer, otros que tenían mal carácter y por lo pronto sólo aspiraban a obtener algún buen puesto; uno que era despreciado por su anterior ocupación; alguno que según otro robaba lo que le encomendaban, y muchos con problemas de actitud y numerosas dudas sin resolver, como quien dice un grupito de individuos sin currículum ni credenciales que los acreditaran para la labor que se les encomendó y, sin embargo, Jesús los envió y ellos fueron. ¡Qué maravilla!

Así como sucedió entonces sucede ahora. Jesús sigue mirando a las multitudes y sigue compadeciéndose de ellas porque hoy más que nunca están extenuadas y desamparadas como ovejas sin pastor.

Un amigo mío que padeció cataratas en ambos ojos que a lo largo de los años lo fueron dejando casi ciego, por fin un día se sometió a esa operación que bien puede ser catalogada como milagrosa y recuperó la vista, y me comentó: 'lo que más me ha impactado es que ahora que no veo borrosas las caras me doy cuenta de que casi todas tienen una tremenda expresión de desánimo, de pesar, de cansancio, de amargura'. Su descripción encaja con lo que describe el Evangelio. Basta mirar alrededor y escuchar lo que las personas platican, para percibir su desazón, su miedo, su desamparo.

 

¡Ah!, ojalá nos atrevamos a verlas como las ve Jesús, y no sólo eso, ojalá también nos atrevamos a experimentar una compasión como la Suya, que nos mueva a sentir que es urgente que se les anuncie la buena nueva del Reino de Dios, y, por último, ojalá que, al igual que los apóstoles, nos sintamos personalmente llamados a responderles y, sin alegar que no tenemos el tiempo o la preparación suficientes, nos dejemos enviar y convertir así en la respuesta, gozosa y esperanzadora, de Dios para el mundo.

(Del libro de Alejandra Ma. Sosa E. “Caminar sobre las aguas”, col. La Palabra ilumina tu vida, ciclo A, Ediciones 72, México, p. 107, disponible en amazon).

Publicado el domingo 14 de junio de 2020 en la pag web y de facebook de Ediciones 72