y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Bajar para subir

Alejandra María Sosa Elízaga*

Bajar para subir

El otro día estaba en la planta baja de un edificio, esperando, con otras personas, que se abriera el elevador. Cuando se abrió, entramos, y antes de que alguien pudiera picar algún botón para elegir el piso al que quería ir, entró un señor todo apresurado, porque ya se le estaba cerrando la puerta en las narices, y picó el botón del último sótano (el edificio tenía varios pisos de sótano, de estacionamiento). Todos pensamos: ‘¡oh nooo!’ y alguien dijo: ‘¡yo quería ir para arriba!’. Nos miramos unos a otros con cara de ‘ya ni modo’, y algunos le echaron ‘ojos de pistola’ al que nos hizo ir para abajo cuando queríamos ir para arriba.

Y es que en este mundo, cuando quieres subir, bueno, pues...subes. No se te ocurre descender.

Pero como suele suceder, los criterios del mundo no son los de Dios.

Estamos terminando la Cuaresma, tiempo especial que la Iglesia nos ofrece para prepararnos a celebrar la Pascua, y es muy interesante que empezando el Miércoles de Ceniza y siguiendo con cada Domingo de Cuaresma, las Segundas Lecturas que se proclamaron en Misa, nos recordaron algo que es esencial para nuestra vida espiritual: que el camino de la salvación, de la gloria, del cielo, es la muerte, la humillación, la crucifixión. Lo resume genialmente san Pablo en el llamado himno cristológico que se proclama en Misa este Domingo de Ramos:

Cristo Jesús, siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a Sí mismo, tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres. Así, hecho uno de ellos, se humilló a Sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús, todos doblen la rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y todos reconozcan públicamente que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.” (Flp 2, 6-11).

Es significativo que mencione de tantos y diversos modos, cómo Jesús no se exaltó a Sí mismo, sino todo lo contrario: dice que no se aferró a los privilegios de ser Dios, que se abajó, que se hizo siervo, que se humilló, que aceptó la muerte, y la muerte más dolorosa y afrentosa. 

El Miércoles de Ceniza leíamos a san Pablo que afirmaba que Cristo ‘se hizo pecado’, es decir asumió nuestro pecado, llegó a lo más hondo y negro de nuestra condición humana. 

El primer Domingo de Cuaresma, san Pedro nos recordaba que Cristo, siendo el Justo, murió por nosotros los injustos, y así sucesivamente, en todos los otros domingos se hizo, de una u otra forma, referencia a lo que a los ojos del mundo puede parecer fracaso o locura: que Cristo se humilló, padeció, murió. 

Y ¿eso por qué? 

Porque se nos invita a descubrir que no se trata para nada de un fracaso o una locura, es ¡todo lo contrario!, es camino de salvación, de glorificación, es sabiduría de Dios, que llevó a Cristo a la derecha de Dios, desde donde intercede por nosotros, para que sepamos seguirlo, para que aprendamos de Él a no apegarnos a nuestros privilegios, a no sentirnos superiores a nadie, a poner nuestros dones al servicio de los demás; para que entendamos que para llegar al cielo hay que tener los pies puestos en el suelo para ir al encuentro de los hermanos y servirlos en el amor, el perdón, la verdad, la justicia, la solidaridad; para que captemos que para subir hay que bajar; y nos grabemos bien que el camino de la santidad, comienza en la humildad. 

Publicado el domingo 25 de marzo de 2018 en la pag web de Ediciones 72.