y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Gracia

Alejandra María Sosa Elízaga*

Gracia

Yo puedo solo. Yo puedo sola.

Es una frase que suelen decir los niños cuando ya se creen muy ‘grandes’ y ya no quieren que nadie les ayude a abrocharse las agujetas o abotonarse el sweater o cortar en pedacitos su comida. Y qué bueno que la digan, indica que se están desarrollando y están aprendiendo a ser independientes.

Lo malo es cuando ya adultos, seguimos diciendo esa frase. creyéndonos autosuficientes y pensando que no necesitamos de Dios.

Consideramos que podemos hacer lo que se nos ocurra, nosotros solos, conseguir lo que necesitemos, sacar adelante nuestra familia y trabajo, salir adelante de cualquier crisis.
Y desde luego también el mundo nos alienta a creerlo. Abundan los cursos de supuesta ‘superación personal’ que ponen el acento en el ‘tú puedes solo’, se enfocan en convencer a los asistentes de que en su interior tienen lo que necesitan para salir adelante y nos les hace falta nada ni nadie.

Pero tarde o temprano quien se deja convencer de esto, descubre que es mentira. Llega una enfermedad, una dificultad, una crisis, y la persona se da cuenta de que por sí misma no puede nada, y no le queda más remedio que reconocer su necesidad y voltear la mirada hacia el Único que la puede ayudar: Dios.

Y es que, aunque suene elemental decirlo, no nos creamos a nosotros mismos ni nos mantenemos vivos gracias a que somos muy listos. Es Dios el que nos dio la vida y nos sostiene en la palma de Su mano, y es el único capaz de intervenir en nuestra vida y rescatarnos del lío en que la hemos convertido. 

Y después de este mundo, Él es el que nos da la salvación, el que nos regala la vida eterna. No podemos obtenerla por nosotros mismos. No hay nada que pudiéramos hacer para merecerla.

    Dice san Pablo en la Segunda Lectura que se proclama en Misa este Cuarto Domingo de Cuaresma (ver Ef 2, 4-10): “Ustedes han sido salvados por la gracia, mediante la fe, y esto no se debe a ustedes mismos, sino que es un don de Dios. Tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir.”

¿Qué es la gracia? Es una fuerza misteriosa que proviene de Dios y que nos transforma, nos fortalece, nos capacita, nos da lo que necesitamos para vivir y cumplir Su voluntad.


Todos estamos necesitados de la gracia divina, no hay alguien a quien no le haga falta. 
Jesús dijo: “Yo soy la Vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en Mí y Yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de Mí, no podéis hacer nada” (Jn 15, 5).
No dice ‘poco’, dice ‘nada’.

Ahora bien, el hecho de que recibamos la gracia de Dios, sin mérito alguno de nuestra parte, es decir, que no es un premio a nuestras buenas obras, no significa que debamos quedarnos de brazos cruzados. 
Al final de la Lectura dominical dice san Pablo que fuimos creados “para hacer el bien que Dios ha dispuesto que hagamos.”  ¿Es acaso una contradicción que primero nos diga que la gracia no se debe a nuestras obras y luego nos pida que hagamos el bien, es decir, obras?
No, no es una contradicción.
Es verdad que recibimos gratuitamente la salvación, pero como todo regalo que recibimos, hemos de abrirlo, usarlo, disfrutarlo. Si lo dejamos envuelto no sirve para nada, lo desaprovechamos. Así pues, hemos de mostrar que aceptamos la gracia que Dios nos regala, ¿cómo?, aprovechando esa gracia para hacer el bien, para vivir como Dios quiere: en el amor, la compasión, el perdón, la fraternidad, la justicia, la paz, la verdad.

Estamos en Cuaresma, un tiempo privilegiado para reconocer que solos no podemos, volvernos hacia Dios, admitir que lo necesitamos. Abrámonos a Su gracia, pongámonos confiadamente en Sus manos.

Publicada el domingo 11 de marzo de 2018 en la pag web de Ediciones 72