y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

¿Dios castiga?

Alejandra María Sosa Elízaga*

¿Dios castiga?

¿Dios castiga?

Mucha gente contesta esta pregunta con un rotundo: ‘¡nooo!, ¡Dios no es castigador, Dios es amor!

Y sin embargo, basta hojear la Biblia para toparse una y otra vez con textos en los que Dios anuncia que impondrá algún castigo, y otros en los que cumple lo prometido.

¿Cómo conciliar la imagen del Dios misericordioso con esos textos bíblicos?

Primero debemos preguntarnos ¿qué viene a nuestra mente al escuchar la palabra ‘castigo’?

¿La imagen de un papá que porque llega ebrio a casa, tunde a golpes a su familia?, ¿una mamá que, de malas y exasperada por las travesuras de sus hijos, los pellizca o los abofetea o les da una cueriza de miedo?, ¿una maestra que envía al rincón a un alumno que reprueba, y le pone orejas de burro para que todos se rían de él?

Ésos supuestos ‘castigos’ son, en realidad, arrebatos ircacundos de personas que aprovechan su posición de poder para desahogarse, abusando y humillando a quienes no pueden defenderse, y desde luego que si pensamos que Dios no es así ni hace eso, tenemos mucha razón. Dios no se desquita ni abusa de Su poder.

Sin embargo, sigue abierta la cuestión: ¿por qué la Biblia habla de castigos de Dios?, si Dios es bueno, si nos ama ¿cómo puede castigarnos?

La respuesta es que el amor y el castigo no son mutuamente excluyentes.

Consideremos esto: a veces un padre de familia tiene que castigar a sus niños, y no porque no los ame, sino justamente porque los ama, porque quiere que aprendan que todo comportamiento tiene consecuencias, y que portarse mal no trae nada bueno.

Un castigo oportuno, prudente, mesurado, puede ser necesario y no hace mal.

Claro que sería ideal que el niño se portara bien por amor a sus papás, pero cuando se ve tentado a no hacerlo, ayuda que piense: ‘mejor no hago esto, no me vayan a castigar’, y lo mismo un alumno, ojalá estudiara porque le gusta aprender y valora el esfuerzo que hacen sus padres de pagarle sus estudios, pero si no es así, ayuda que estudie por temor a que si reprueba lo puedan castigar.

Un castigo que no surge del afán de herir, sino de corregir, beneficia a quien lo recibe.

Es la manera como castiga Dios.

No castiga por venganza, ni para dañarnos, molestarnos o hacernos sufrir, sino para que cambiemos aquello que necesitamos corregir.

Más que castigarnos, busca corregirnos.

La Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Heb 12, 5-7.11-13) cita un texto del libro de Proverbios: “Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando te reprenda. Porque el Señor corrige a los que ama y da azotes a Sus hijos predilectos.” (Prov 3, 11-12), y añade: “Soporten, pues, la corrección, porque Dios los trata como a hijos; y ¿qué padre hay que no corrija a sus hijos?"

El autor toca un punto esencial: una buena corrección necesariamente es fruto del amor.

Un papá que deja que sus hijos se porten como se les dé la gana y no interviene para nada, les está demostrando no que es su gran cuate, sino que no los ama, que no le importan.

La corrección implica amor, interés, preocupación por el otro, deseo de ayudarle a mejorar.

Por eso puede afirmar: "Es cierto que de momento ninguna corrección nos causa alegría, sino más bien tristeza. Pero después produce, en los que la recibieron, frutos de paz y de santidad.”

Sólo el amor de Dios permite que una corrección que al principio nos duele o nos cae mal, resulte positiva y dé muy buenos frutos al final.

Publicado en la pag web y de facebook de 'Desde la Fe', Semanario de la Arquidiócesis de México; SIAME (Sistema Informativo de la Arquidiócesis de México), y en la de Ediciones 72.