y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

¿Bienes o males?

Alejandra María Sosa Elízaga**

¿Bienes o males?

‘¡¡¡Nooooo!!!, ¡¡para allá nooo!!, ¿a dónde me llevan?, ¡¡vamos en dirección opuesta!!, ¡den vuelta en U!, ¡¡no debíamos ir para abajo sino para arribaaaa!!!!’

Palabras más, palabras menos, algo así cabe suponer que pudo haber dicho el rico anónimo del que nos habla el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 16, 19-31).

Se trata del personaje de una parábola que contó Jesús a los fariseos, acerca de un hombre que vestía con elegancia y banqueteaba espléndidamente, mientras que a la entrada de su casa yacía un mendigo llamado Lázaro, que se alimentaba (es un decir), de las sobras que caían de la mesa del rico.

Los dos murieron. Lázaro fue llevado por los ángeles ‘al seno de Abraham’, expresión que podemos interpretar como referida al cielo, y el rico fue enterrado y terminó en el infierno.

En los segundos que tardó en llegar, imaginamos que se sobresaltó y sorprendió sobremanera, que pensó que se trataba de un error, y que tal vez pidió, luego ordenó, luego suplicó, luego exigió, luego lloró y luego rogó ser llevado arriba y no abajo, pero por lo visto sin éxito, pues terminó torturado por las llamas.

¿Por qué podemos suponer que le extrañó tanto no ir directito al paraíso?

Porque es muy probable que él, como muchos de sus contemporáneos (y no pocos de los nuestros), considerara que la riqueza material era una bendición divina; pensara que era el medio con el que Dios recompensaba a quienes le agradaban.

Seguramente recordaba al rey Salomón, al que Dios premió con una súper abundancia de bienes como no se había visto nunca (ver 1Re 3, 11-13); tenía presente la historia de Job, al que Dios recompensó aumentándole sus bienes al doble (ver Job 42, 10), y desde luego se sabía de memoria ese Salmo que dice:“la descendencia del justo será bendita. En su casa habrá riquezas y abundancia...” (Sal 112, 1-3).

Según este modo de pensar, cuanto más tiene una persona, más confiada puede estar de que Dios la bendice, y quien tiene poco o nada, es considerado un pecador, alguien a quien Dios le ha retirado Su favor.

Así que aquel rico seguramente se consideraba de los ‘consentidos’ de Dios, creía gozar de Su aprecio y amistad.

¡Menuda sorpresa se llevaría al descubrir que no era así!

Es aterrador pensar que podamos vivir engañados, creyendo que Dios está contento con lo que hacemos, creyendo que tener lo que tenemos es una muestra de Su predilección por nosotros, y descubrir, demasiado tarde, que no es así, que la riqueza o la pobreza por sí mismas no indican nada, y que Dios no está contento con la manera como hemos empleado lo mucho o poco que nos dio, llámese tiempo, bienes materiales, bienes espirituales, dones, cualidades, capacidades...

Qué terrible enterarnos cuando ya no haya remedio, de que los bienes que de Dios recibimos no eran para que nos gloriáramos en ellos y los presumiéramos como trofeos, sino para administrarlos y, sobre todo, para compartirlos.

La parábola que narra Jesús tiene un final inesperado.

Muestra que la riqueza puede no ser una bendición y ciertamente no garantiza la salvación: el pobre va a dar a un paraíso y el rico a un lugar de tormentos.

Como acostumbra, Jesús pone de cabeza los conceptos de Su tiempo y del nuestro.

Nos mueve a preguntarnos, ¿qué pasó aquí?, ¿cómo interpretarlo?, ¿acaso está en contra de la riqueza y está planeando enviar a todos los ricos al infierno?

No.

Jesús no odia a los ricos por ser ricos, ni ama a los pobres por ser pobres.

Jesús ama a todos los seres humanos, independientemente de si tienen mucho, poco o nada.

La razón por la cual el rico terminó en un lugar de castigo, no fue porque tuviera mucho, sino porque lo usó como se le dio la gana, sin preguntarle a Dios en qué o en quién debía emplearlo. Se sintió dueño, no administrador, lo dilapidó en sí mismo, no supo compartirlo.

Tenía de sobra y a Lázaro sólo le dio sobras. Ése fue su error, mejor dicho, su pecado.

Sus bienes se le volvieron males porque los empleó sólo para su propio beneficio.

Y tal vez todos los días daba gracias a Dios por todo lo que le había dado, y quizá incluso agradecía no ser como Lázaro (‘¡¡gracias, Señor, de la que me libraste!!, ¡qué bueno que no me hiciste como ese pobre que no tiene nada!!’).

Puede ser que no le faltara gratitud. El problema es que no basta agradecer.

Dios no se contenta con que diario le demos las gracias por todo lo que nos da.

Y nosotros no debemos contentarnos tampoco.

Hay que dar un paso más.

Agradecer lo recibido, sí, pero mirar al que no lo recibió, y compadecerlo, que no es tenerle lástima, sino sentir en carne propia su dolor, su carencia, y actuar en consecuencia, hacer algo por él.

Y que lo que hagamos no sea, como dice el Papa Francisco, nomás ‘para tranquilizar la conciencia’, sino que sea respuesta que brote de nuestro amor cristiano, fruto de una caridad verdadera, y delicada, que no humille, que no haga al otro sentirse mal.

Tener siempre presente que lo que se recibe y lo que no se recibe suele ser inmerecido.

Y nunca encerrarse en el propio bienestar, sino dejar las puertas y las ventanas abiertas para que nos lleguen y nos incomoden las voces, las miradas, las manos extendidas, la necesidad, el dolor, la tristeza, de los que piden, de los que esperan que nunca nos conformemos con permitirles disfrutar sólo las sobras que caen de nuestra mesa.

*Publicado el domingo 29 de septiembre de 2013 en la pag web de ‘Desde la Fe’, Semanario de la Arquidiócesis de México (www.desdelafe.mx) y en la pag. del Sistema Informativo de la Arquidiócesis de México (www.siame.com.mx). Conoce los libros de esta autora, sus cursos de Biblia gratuitos, su ingenioso juego de mesa ‘Cambalacho’, aquí en www.ediciones72.com