y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Reproches

Alejandra María Sosa Elízaga**

Reproches

“Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano” (Jn 11, 21.32).

 Como quien dice, ‘si hubieras estado aquí de seguro hubieras hecho lo que yo te hubiera pedido que hicieras’.

 Esa frase aparece en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 11, 1-45), y Jesús tuvo que oírla dos veces, pronunciada por dos amigas Suyas, Martha y María, que le reprochaban que cuando el hermano de ellas, Lázaro, enfermó y mandaron llamar a Jesús, Él se tardó en llegar y Lázaro murió.

 Son palabras que expresan cierta pretensión de saber mejor que Dios lo que debe suceder.

 Y cuando se cree eso, ya no se acepta la voluntad de Dios, sino se la juzga y aun se la condena.

 Ejemplo de esto lo que cuenta san Juan que comentaban algunos de los ahí presentes: “No podía éste, que abrió los ojos al ciego de nacimiento, hacer que Lázaro no muriera?” (Jn 11, 37).

 Esta misma idea ha sido repetida a lo largo de la historia con incontables variantes:

 ‘¿No podía Él, que curaba enfermos, haberme curado ya de esto?’

 ‘¿No podía Él, que revivió muertos, haber impedido que mi ser querido muriera?’.

 ‘¿No podía Él, que multiplicaba panes y peces, hacer que se me multiplique el sueldo y me alcance para todo?’.

Tal parece que consideramos que con Dios sucede como cuando vamos a presentar un trámite en una ventanilla, y cuando ya toca nuestro turno la persona que debía atendernos saca su torta o se pone a pintarse las uñas y no importa cuánto le insistamos en que nos haga caso, no lo hace, y vemos con desesperación que pasa el tiempo y llega la hora de cerrar y nuestro trámite se pierde por pura negligencia, por culpa suya. ¡Nos sentimos impotentes, frustrados, enojados!

 Pero pensar así de Dios es pasar por alto algo fundamental.

 Que a diferencia de esa persona a la que no le interesa atendernos, a Dios no sólo no le somos indiferentes, sino nos ama apasionadamente, y todo lo que nos atañe o nos preocupa, le interesa.

 Si nos fijamos en el recado que las hermanas le enviaron a Jesús, queda claro que amaba a Lázaro (ver Jn 11,3), así que no podemos pensar que cuando supo que éste estaba enfermo, se tardó en ir a verlo porque no le importaba. ¡No!

 Se tardó porque tenía en mente algo mucho mejor que sólo rescatarlo de la enfermedad, planeaba rescatarlo de la muerte.

 Así que si hubiera estado ahí, de todos modos lo hubiera dejado morir, y no porque no lo amara, sino precisamente porque lo amaba.

 Y cabe hacer notar que le dolió que muriera, y no fue ajeno al sentimiento de las hermanas de Lázaro y de la gente.

 Cuando Jesús vio a éstas y a los demás llorar, se conmovió y también Él lloró, y eso que ya sabía que iba a revivir a Su amigo.

 Jesús nunca nos contempla indiferente cuando sufrimos; le duele nuestro dolor. Lo hace Suyo.

 Nosotros podemos acompañar a quien sufre, podemos compadecerlo, pero siempre un poco de lejecitos, porque no podemos meternos en su corazón, no podemos sentir lo que siente; a veces no podemos ni siquiera imaginarlo.

 Jesús en cambió sí puede, y lo hace. Y llora con nuestro llanto, y se duele de lo que nos duele.

 Entonces, ¿por qué lo permite?

 Porque, Él lo ve todo en términos de eternidad, juzga todo con relación a si conviene o no para nuestra salvación.

 Nosotros en cambio juzgamos las cosas de acuerdo a nuestros sentimientos, o a nuestra necesidad del momento.

 Y así, por ejemplo, queremos que no se nos muera ningún ser querido, que todos gocemos de buena salud, de trabajo, de bienestar en este mundo.

 Y si ocurre aquello que no queríamos que ocurriera, pensamos: ‘no podía Él, que hizo a Lázaro y a sus hermanas ese gran favor, hacerme éste a mí?’, y nos enojamos, le reprochamos, llega incluso alguno a retirarle el habla.

 No captamos que el Señor nos ama tanto o más que a Lázaro, y ha hecho por nosotros, ¡infinitamente más de lo que hizo por querido amigo!

 A él lo rescató momentáneamente del sepulcro, pero tarde o temprano volvió a morir; a nosotros nos rescata para siempre del pecado y de la muerte.

 ¡Qué vergüenza nos va a dar cuando lleguemos a la presencia de Dios y podamos contemplar toda nuestra existencia, en su conjunto y en relación con las de los demás y comprendamos por qué Dios hizo o permitió esto o aquello que de momento nos pareció tan mal!

 ¡Querremos tragarnos nuestras palabras de reproche y pedirle perdón por haberle juzgado y reclamado!

 Y aunque podemos estar seguros de que nos comprenderá y nos perdonará, ojalá nos ahorremos esa pena, dándole desde ahora nuestro voto de confianza, un voto cimentado en la certeza absoluta de que todo lo hace o lo permite por una sola razón: porque nos ama con amor eterno, y quiere nuestro bien y nuestra salvación.

*Publicado el 6 de abril de 2014 en 'Desde la Fe', Semanario de la Arquidiócesis de México (www.desdelafe.mx) y en la pag. del Sistema Informativo de la Arquidiócesis de México (www.siame.com.mx). También en la pag de facebook de Ediciones72 Conoce los libros y cursos de Biblia gratuitos de esta autora y su ingenioso juego de mesa 'Cambalacho' aquí en www.ediciones72.com